Las pinturas de Fernando Peláez (Gijón, 1965) son una consecuencia directa de su actitud ética y su posicionamiento espiritual ante la vida, entre la pasión, lo irracional, lo imaginario, el desorden, la exaltación, el color y una delicada pincelada que recuerda a los grandes pintores románticos. Pero, a diferencia de ellos, no persigue el hallazgo de un lenguaje arquetípico o simbólico, ni tampoco aspira a subrayar lo sublime, sino que se adentra lentamente en las naturalezas reales o imaginadas como si fuesen un santuario, contemplando las conductas de las formas materiales. Sus papeles, de apariencia humilde, se nutren de complejas reflexiones y actitudes casi monásticas, deudoras del silencio y de un obsesivo afán por leer poesías que, a menudo, le animan también a incluir largos textos entre sus títulos, letras y recursos del diseño gráfico. En algunas piezas, de ecos básicamente plásticos, pinta el soporte por detrás para filtrar pigmentos, aceites, betunes de judea y colores generalmente sienas que no son sino pretextos empleados como mera base formal, sinceros homenajes a la literatura, la filosofía o la historia.

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